miércoles, 21 de enero de 2009

“La violencia es el último recurso del incompetente”. Isaac Asimov, escritor de ciencia ficción (Bielorrusia 1920- USA 1992).



Cientos de soldaditos aguantan el plantón bajo la resolana de la media tarde, a lo largo de la autopista que conduce al Campo de Carabobo. Tanques, tropa, armas, todos movilizados para cuidar la valiosa vida del jefe de la revolución. Miles de hombres pagados con el dinero de la Nación, para custodiar a un solo venezolano. Mientras tanto, veo pasar la multitudinaria caravana fúnebre de Orel, asesinado a plena luz del día, sin que nadie le defendiera de los sicarios. Para él, como para los ciento veinte mil venezolanos muertos violentamente en los últimos diez años, no hay gobierno que cumpla con su constitucional obligación de proteger la vida de los ciudadanos.


Las circunstancias que rodean la dolorosa muerte de Orel Sambrano ilustran la barbarie instalada en Venezuela. Un ejemplo del comunicador que arriesga su pellejo para decir la verdad sin adornos. Un análisis político implacable, que sólo hacía concesiones a su extraordinario humor. Orel tomaba riesgos sólo amortizados por su amplia sonrisa. “No se lo tomen tan en serio, que de ésta no salimos vivos”, decía al culminar su programa diario. Y así vivía: como si fuera a morir al día siguiente, sin ahorrar gestos solidarios, sin pichirrear un chiste que reanimara a los compañeros, a los amigos que hoy nos rebelamos con rabia ante su injusta muerte. Tan injusta como la muerte de miles de venezolanos que son asesinados por un hampa cada vez más atrevida e impune. No hay piedad, no hay misericordia ni siquiera hacia los niños. Las muertes despiadadas, crueles, son la característica de esta sociedad enferma de odio, beligerante y agresiva, de este país que ha perdido la hermandad por una revolución que está maldita por millones de venezolanos que sufren por su culpa.

Pero la muerte de Orel no es producto de delincuencia común. Es sicariato, un crimen horrendo, que solo se ve cuando las autoridades son un cero a la izquierda, cuando las policías están corruptas, cuando los jueces no juzgan, cuando no hay condena al delito. Cuando los gobiernos, por acción u omisión, son cómplices, cuando estimulan conductas violentas, cuando están distraídos en instalar a una revolución y su líder a perpetuidad en vez de dedicarse al trabajo para el que el pueblo los eligió: solucionar los problemas de la gente. Y el más fundamental es el de la inseguridad. En Venezuela nadie está seguro, ni las personas, ni los bienes, vivimos angustiados, perseguidos, pagando cuanto ganamos en sistemas de seguridad, llorando el crimen sobre nuestros eres querido

En este contexto, los periodistas se han convertido en un grave estorbo: son los preguntones que averiguan qué régimen se benefició con las generosas donaciones de quien se cree único dueño; cuánto se perdió en los malos negocios hechos con paisitos de tercera que chulean a quien necesita el votico internacional para que no sancionen sus abusos contra la democracia. Los columnistas son esas voces que no quieren escuchar, esas campanadas molestas sobre puntos sensibles que el régimen prefiere no se sepa. Como los miles de millones del dinero público utilizados fraudulentamente para un proyecto político personal, como el peculado de uso cometido sobre bienes públicos y de la Nación, como la corrupción campante en el alto gobierno, como el financiamiento grosero de las campañas políticas oficialistas por parte de organismos del estado. Por eso a los periodistas, a los columnistas, a los reporteros gráficos hay que silenciarlos, hay que quitarles cámaras, grabadores y micrófonos. Allí comienza la violencia que tenemos instalada contra los comunicadores.

En este mundo bizarro en que se ha convertido Venezuela las bandas delictivas medran, crecidas al amparo de dineros públicos, nutridos de comisiones y negocios, con el silencio cómplice de quienes engordan su fortuna personal a la sombra roja. Estas bandas terminan convertidas en mafias. Y las mafias no quieren perder poder ni dinero, sus únicos intereses. Por eso eliminan todo lo que les amenaza. Comienzan presionando al estorbo para sacarlo del juego. Es la etapa de los mensajitos por Internet, de los recados telefónicos, del “Deje quieto o se va a arrepentir”. Luego pasan a la acción: empujones, golpes, insultos y amenazas cara a cara. La tercera fase es más agresiva aún: pinchada de cauchos, bombas lacrimógenas o niples contra las sedes comunicacionales y contra las casa de los periodistas, advertencias arma en mano. De allí sólo hay un paso al exilio voluntario para salvar la vida. Muchos periodistas venezolanos que están en el exterior saben de qué les hablo.

El drama viene cuando el “estorbo” no cede. Cuando cree honestamente que su función de comunicador es decir la verdad y no tener miedo, que su compromiso es con la gente y no puede amilanarse. Está en lo cierto y así debe ser en una democracia donde los derechos humanos se respeten, donde el gobierno proteja hasta a sus críticos, donde reine el imperio de la ley. Esto evidentemente no es en Venezuela, donde sicarios acaban con la vida de un hombre valioso como Orel Sambrano, por encargo de alguien que consideró que nuestro amigo ponía en peligro sus intereses. Y pueden hacerlo porque Venezuela está sumida en la violencia y en la impunidad.

Estamos en ese peligrosísimo momento en que, si no hay castigo efectivo para el crimen contra la vida, el país degenerará en una guerra similar a la de Colombia, donde la gente decente, azotada por el secuestro y el sicariato, organizó su propia defensa contra los criminales. Pero a su vez, estas autodefensas se convirtieron también en criminales, porque como dijo el pacifista Mahatma Ghandi “Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego”.

Llegamos al final del camino, no toleramos más violencia. Basta de amenazaderas, ya está bueno de tanta pendejada revolucionaria. Hoy, a las diez de la mañana, Valencia marchará para exigir del gobierno una política de Estado seria y contundente contra el crimen. Marcharemos con lágrimas en el corazón por Orel pero con la seguridad de que si estuviera aquí, nos diría “Echale piernas, “enané”. Marcharemos con la convicción de que si los veintiséis millones de venezolanos entendieran que no se trata de atacar o defender al comandante sino de exigirle que cumpla su obligación de garantizar nuestra seguridad, todos ellos estarían marchando hoy por los pueblos de Venezuela, regados con la sangre de tanta gente querida. Si el que gobierna este país dedicara sus interminables cadenas, sus mitines, su propaganda, el presupuesto petrolero y sus esfuerzos a combatir la inseguridad, periodistas como yo apoyaríamos esa gestión incondicionalmente. Porque esta es una cuestión de vida o muerte.


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